La humanidad ha registrado un progreso enorme en los últimos ciento cincuenta años. En general, aun los países más pobres se han beneficiado de mejor salud, un fuerte descenso en la mortalidad infantil, un gran aumento en la esperanza de vida, mejores niveles de alfabetización, y al menos cierta reducción de su pobreza. El crecimiento económico ha sido uno de los principales factores en la generación de esos avances, por lo que se le ha igualado a progreso. Sin embargo, el crecimiento económico moderno ha implicado aumentos continuos del consumo en base a procesos de producción que agotan los recursos naturales y generan cantidades crecientes de desechos, incluyendo gases de efecto invernadero, que contribuyen al deterioro del clima. Aunque los críticos de este modelo de crecimiento del rendimiento son ahora más enérgicos, la verdad es que este se ha vuelto más resistente por la difusión globalizada de la cultura de consumo.
Las proyecciones de las actuales tendencias predicen un curso de colisión entre un planeta finito y demandas de consumo infinitas. La gente ya está usando más de lo que la Tierra tiene disponible y la respuesta de la naturaleza parece ser el cambio climático. Los desastres naturales son cada vez más comunes y susceptibles de aumentar. Se han planteado varias sugerencias para aliviar esta situación. Este artículo se enfoca en el papel del consumismo en el desarrollo, para luego abordar la influencia de la dinámica de población.2
El consumismo se ha venido fraguando en el transcurso de varios siglos. Assadourian (2010:11) lo ubica en el siglo XVII, pero evidentemente alcanzó su potencial durante la Revolución Industrial. En tiempos modernos ha recibido dos impulsos principales. En primer lugar, cobró un serio impulso en los Estados Unidos, durante los primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, como una estrategia orientada a involucrar el enorme complejo industrial construido durante esta contienda bélica. El consumismo recibió el segundo gran empuje con los esfuerzos activos de las instituciones monetarias internacionales para impulsar la globalización económica a fines de la década del ochenta y en la del noventa. Con la caída del Muro de Berlín y la prevalencia de un modelo económico de un mundo único, la manera norteamericana de hacer negocios se propagó a todos los confines de la Tierra. Sin lugar a dudas, la cultura del consumismo necesitó de poca ayuda, siendo facilitada como estaba por el atractivo de las llamativas chucherías del desarrollo tecnológico y los cada vez más fascinantes templos de consumo donde estas se vendían, los omnipresentes centros y plazas comerciales. Institucionalmente, y en cuanto a política, la globalización del consumo estableció vínculos con el desarrollo que se han ido reforzando mutuamente. Por tanto, el crecimiento económico es el único camino macroeconómico universalmente aceptado y eficaz hacia el desarrollo y la reducción de la pobreza, y este crecimiento se logra con el aumento continuo del consumo.
La cultura consumista está reforzada constantemente por las instituciones claves dentro de la sociedad. Estando estrechamente ligada al modelo económico dominante, el consumismo es asiduamente promovido, no solo por las empresas, también por los gobiernos y las instituciones financieras internacionales. Los gobiernos, aun los “progresistas”, perciben como su primera prioridad el mantener sus economías nacionales fuertes y en crecimiento. Para esto, consistentemente apoyan el aumento de la producción de dióxido de carbono de varias formas (Assedourian, 2010:13). Además, los gobiernos no son contrarios a condonar la obsolescencia física y sicológica programada, tolerando la desigualdad dentro y entre países, y haciendo la vista gorda ante prácticas de negocios turbias que a la larga conducen a desastres económicos, y que también tienen enormes consecuencias ambientales. Hasta las guerras son toleradas, justificadas o promovidas, que “preservan nuestra libertad”, esa “libertad” que está, por supuesto, centrada en mantener el consumismo y en asegurar que las corporaciones estén en libertad de hacer negocios.
Los intereses empresariales, con el apoyo de los medios de comunicación que dependen de estos emporios, son los principales impulsores de este cambio cultural y de la constante renovación de su fachada. En conjunto, las corporaciones y sus propagandistas continuamente encuentran nuevas “estrategias de marketing”, es decir, nuevas formas de inducir a la gente a más consumo. La obsolescencia programada, el crédito, los planes de pago, las tarjetas de crédito y especialmente la publicidad, se usan cada vez más efectivamente para formar valores y normas que aceleran el consumo. Los consumidores ricos son los blancos de mercado más atractivos, pero sus gustos y preferencias tienden a tener un efecto de filtración, incitando a otros consumidores a intentar el logro de un mayor estatus social imitando el consumo de los ricos, aun cuando esto podría significar ir más allá de sus posibilidades.
La ironía es que, aunque el consumismo lleva a las personas a creer que el bienestar y el éxito provienen de altos niveles de consumo, nunca están satisfechas en su búsqueda. El constante surgimiento de nuevos productos hace que continuamente sus posesiones se vuelvan obsoletas y que bienes que antes eran lujos extraordinarios se transformen en mercancía mediocre que pronto es asequible para todos. Una gran cantidad de literatura de investigación y opinión indica que el consumir más no necesariamente significa una mejor calidad de vida. Los incrementos en el ingreso y el consumo, que disminuyen la inseguridad y generan más oportunidades, sí tienen un impacto en la felicidad, pero el consumo de artículos de lujo adicionales no necesariamente tiene un efecto duradero. Evidentemente, que deben hacerse más esfuerzos para asegurar que todas las personas alcancen ese umbral mínimo que aumenta la felicidad, pero está claro que las iniciativas en esta dirección no generan el gran atractivo económico que las políticas que promueven un consumo en constante crecimiento.
Liberar a la humanidad de la compulsión al consumo es la única forma para alterar drásticamente la actual trayectoria del cambio climático. Pero esto no será fácil, ya que el consumismo es la cultura dominante del siglo xxi y es ayudado e instigado por el modelo económico dominante. A la larga, sin cambios radicales tanto en el modelo económico como en la cultura consumista que se perpetúa y fortalece constantemente, la perspectiva de disminuir la amenaza del cambio climático global (CCG) parece desalentadora. La tan de moda tendencia “verde” (consumir alimentos orgánicos y conducir un híbrido) no cuestiona la ideología consumista subyacente, ni tampoco va lo suficientemente lejos como para tener un impacto (White, 2010).
Además, a pesar de la incorporación de millones de nuevos adeptos cada año el consumismo sigue siendo desigual. Se estima que las 500 millones de personas más ricas del mundo (aproximadamente el siete por ciento de la población mundial) son las responsables del 50 por ciento de las emisiones de dióxido de carbono del mundo, mientras que los 3,000 millones más pobres son responsables solo del seis por ciento (Pacala, citado en Assedourian, 2010:6). Sin embargo, la cantidad de consumidores adicionales de alto nivel se está multiplicando rápidamente en todo el mundo debido al relativo éxito económico del modelo dominante. El significado a mediano y largo plazo de un aumento de los consumidores de clase media no se puede dejar de recalcar.
En resumen, el crecimiento económico se considera sinónimo de progreso y una panacea para todos nuestros problemas, incluyendo la pobreza. Esta situación, en la que la reducción de la pobreza y las mejoras básicas en la vida de la gente depende del crecimiento económico, el cual requiere a su vez de más aumentos en el consumo, genera un dilema crucial para el futuro de la humanidad. La fascinación universal con el consumo y sus lazos inherentes con el modelo económico globalizado, aparentemente hace imposible detener este enorme ímpetu. Además, desde un punto de vista meramente ético, permitir que persista la pobreza porque su solución, el crecimiento económico, favorece el incremento del consumo y las emisiones, sencillamente no es una opción.
Por tanto, la cuestión clave es cómo promover la reducción de la pobreza sin una aceleración rápida de las emisiones por los grupos de altos ingresos. En general, la fórmula generada por el consenso de Washington ha sido efectiva en elevar el nivel de todas las naves en el mar, pero las naves más grandes del mundo suben mucho más y arrojan una cantidad cada vez mayor de inmundicias en el proceso. ¿Existen otras fórmulas que puedan cambiar la dirección y las consecuencias de este movimiento?
El enfoque de la subsistencia sostenible (livelihoods approach) ha abandonado la persecución del crecimiento económico como meta en sí, mientras que de manera explícita favorece las acciones ambientales que apoyan la mitigación y la adaptación al cambio climático. Aun está por verse si este enfoque tendría éxito en una escala lo suficientemente grande como para tener un impacto significativo o si será capaz de escapar de la fuerza del modelo económico dominante.
La dimensión exacta y la forma en que se aplican los enfoques de subsistencia sostenible en el mundo en desarrollo son difíciles de determinar, al igual que sus impactos reales. Sin embargo, no cabe duda de que las iniciativas derivadas de esta línea de pensamiento han traído una nueva esperanza a muchos que habían sido relegados de la corriente dominante por la aplanadora de la globalización económica, proporcionándoles un paradigma de desarrollo que reconoce y se basa en sus capacidades. Las instituciones mundiales de mayor influencia, como el Banco Mundial, deben hacer mucho más en líneas similares para asegurar la gobernabilidad local y los derechos comunitarios en lugares donde las personas dependen en gran medida de escasos recursos para su supervivencia (Kaimowitz, Theobald 2010).
Crecimiento, población, desarrollo y clima
En el contexto de la política de cambio climático, el tamaño de la población y la tasa de crecimiento son frecuentemente citadas como factores claves en el aumento del nivel de emisiones, dando lugar a la esperanza de que el problema pudiera ser aliviado rápidamente con programas masivos de planificación familiar. Sin embargo, el impacto real del CCG, en cualquier contingente de población dado, depende de los niveles de crecimiento económico, así como también de su producción y patrones de consumo. Si toda la población a nivel mundial generara emisiones al nivel de la población de los países miembros de la OCDE, el planeta ya estaría en estado moribundo.
Una reducción en el número de nacimientos tendría un mayor impacto sobre el CCG si ocurriera en países de altos ingresos y en otras clases de altos ingresos alrededor del mundo que tienen las emisiones per cápita más altas.
Sin embargo, una drástica reducción de la fecundidad prácticamente no tendría ningún impacto en, el corto plazo, sobre las emisiones de carbono en los países de bajos ingresos, que es donde los niveles de fecundidad son más elevados. Pero con el desarrollo, a largo plazo, el tamaño de la población es evidentemente fundamental.
El acceso a la planificación familiar es un componente crítico para mejorar la salud reproductiva y se ha demostrado que esta promueve el bienestar humano a nivel individual, familiar y social (FPNU, 2010). Sin embargo, no constituye una solución rápida al CCG por varias razones complementarias. En primer lugar, la capacidad práctica de reducir rápidamente la fecundidad y el crecimiento poblacional a nivel mundial a través de programas de planificación familiar está sobrestimada: actualmente la mayor parte del crecimiento es inercial, es decir, que se deriva del comportamiento de la fecundidad en el pasado y es solo marginalmente afectado por los programas de planificación familiar. La rápida reducción de la fecundidad depende de acelerar el desarrollo económico y de la promoción de las transformaciones sociales, incluyendo el empoderamiento de las mujeres.
En segundo lugar, los programas de planificación familiar son ineficaces en los países que todavía tienen una población predominantemente rural, y esto incluye a todos los países de alta fecundidad. La fuerza más poderosa que afecta la reducción de la fecundidad hoy en día es sin duda la urbanización (Martine et al, 2012). Un tercer elemento, que generalmente no es tomado en consideración, es que la disminución de la fecundidad, que comúnmente se asocia con el desarrollo, también está acompañada de un incremento en el consumo per cápita. Los bajos niveles de fecundidad están asociados a una mayor productividad, al ingreso per cápita y al poder adquisitivo, y por ende a un mayor consumo. Es decir, el efecto a corto plazo de la reducción de la fecundidad puede ser simplemente una compensación al incremento en el consumo.
Sin embargo, no nos podemos enfocar solamente en el corto plazo ya que los efectos a largo plazo del incremento del tamaño serán muy significativos. Los países que ahora se clasifican como “de bajos ingresos, de bajos niveles de emisión y de alta fecundidad” también aspiran al “desarrollo” como ahora lo conocemos. Como se ha manifestado cada vez más en los últimos años, los niveles de “desarrollo”, y por lo tanto de consumo, son cualquier cosa menos estáticos. Ha surgido a nivel mundial una clase consumista en la medida en que países “en desarrollo”, tradicionalmente pobres, han hecho grandes avances en cuanto a crecimiento económico en los últimos años. Algunos de estos países, como China e India, ya tienen una población de gran tamaño y, por tanto, incluso un aumento relativamente pequeño en la proporción de sus consumidores hace una importante diferencia en las emisiones globales.
En resumen, el tamaño de la población y las tasas de crecimiento tienen poco impacto a corto plazo en los niveles de consumo; la planificación familiar no constituye una panacea ni proporciona un atajo para lidiar eficazmente con el CCG. Por otro lado, el tamaño de la población es absolutamente fundamental cuando nos fijamos en la amenaza del cambio climático en el mediano y largo plazo, y en el contexto de las tendencias actuales de desarrollo. Teniendo en cuenta la inercia de los procesos demográficos (como por ejemplo el hecho de que la población continúa creciendo aun después de haber alcanzado la fecundidad de reemplazo) y la esperanza universal de que todos los países saldrían rápidamente de la pobreza y del subdesarrollo, es claramente importante para los esfuerzos globales de mitigación lograr ahora, y no más tarde, un crecimiento más lento de la población.
Si los países actualmente pobres y de alta fecundidad alcanzaran los recientes y exitosos niveles de desarrollo, y por ende de más consumo, de grandes contingentes en países como China e India, a largo plazo sería evidentemente importante para el CCG tener poblaciones más pequeñas. Por tanto, abordar eficazmente el problema de la necesidad de planificación familiar no le dará a la humanidad un indulto de su obligación de enfrentar los retos ambientales más críticos planteados por el modelo de “desarrollo” de la civilización predominante.
La urbanización y CCG
Los incrementos de consumo de los países en vías de desarrollo también están asociados con los cambios en la distribución espacial de las poblaciones. La tendencia dominante, como bien se ha publicitado, es hacia la urbanización y el crecimiento urbano. Por lo general, las ciudades representan entre un 80 por ciento y un 90 por ciento del crecimiento del PIB, y por consiguiente tienen mayores niveles de emisión. El tamaño absoluto de la población urbana en las regiones en desarrollo presentará un enorme incremento en las próximas décadas.
A nivel agregado, los niveles de consumo son más elevados mundialmente en áreas urbanas que en áreas rurales, simplemente porque los habitantes de las ciudades tienen mayores niveles de ingresos. El incremento en la proporción de la población en áreas urbanas le da a estas localidades una importancia particular en los esfuerzos de mitigación y adaptación. De hecho, se puede decir que los problemas más urgentes de la política de cambio climático del siglo XXI están relacionados con las áreas urbanas.
Los lugares de mayor crecimiento hoy en día, tanto demográfico como económico, son los pueblos y ciudades. Estas albergan la mitad de la población total mundial y representarán la totalidad del incremento demográfico de los próximos años. En Asia y en África, sea cual sea el tamaño de los problemas urbanos actuales, es aún más importante reconocer que un mayor crecimiento urbano está por llegar. Considerando que ese crecimiento urbano ocurrirá en el contexto de una competencia económica globalizada, tendrá un mayor impacto en el futuro de la humanidad.
Los futuros resultados ambientales dependen en gran medida de las decisiones que se tomen con respecto a la ubicación y los patrones de crecimiento de la ciudad y a la organización interna de las ciudades. Dónde vivirá esta población urbana, en qué lugar geográfico, qué tipo de terreno ocuparán, con qué grado de concentración, qué densidad, qué consumo de energía, qué tipo de vivienda y transporte, cuál será la situación con respecto al clima, topografía, barreras naturales, suministro de agua, o corrientes de viento, junto a sus patrones de producción y consumo, tendrán un enorme impacto a largo plazo sobre la sostenibilidad.
Las ciudades presentan ventajas significativas en términos de conciliación de los escenarios de las realidades económicas y demográficas del siglo xxi con respecto a las demandas de sostenibilidad. Por ejemplo, la concentración urbana y sus ventajas de escala resultan ser una forma mucho más sostenible del uso del terreno que la dispersión. La protección de la biodiversidad y de los ecosistemas naturales depende de la concentración de la población en las actividades del sector no primario y en áreas densamente pobladas (Martine, 2005). Las ciudades tienen la capacidad de concentrar más de la mitad de la población mundial en un área relativamente pequeña. Así, en el año 2000, la mitad de la población mundial vivía en un área equivalente a 0.4 y 2.8 por ciento de la superficie de la Tierra, dependiendo de cómo se mida (Martine, 2008). Como dijo Glaeser (2009:1), “Si quieres ser bueno con el medio ambiente, mantente alejado de él”.3
Pero las ventajas inherentes a la concentración solo elevan la necesidad de políticas cuidadosas y con visión de futuro en las áreas urbanas. Por un lado, la ventaja agregada de los pueblos y ciudades en términos de ingresos y estándares de vida esconde el hecho de que estos también congregan una proporción cada vez mayor de los más pobres y más vulnerables. Su falta de defensa contra los desastres naturales ya ha sido destacada en las tasas de calamidad presentada por muchas ciudades, aun en el mundo desarrollado (Nueva Orleans). En los países en desarrollo la falta de atención a la tierra y a las necesidades de vivienda de los pobres termina afectando la sostenibilidad y la viabilidad de las ciudades.
Aunque los asentamientos humanos han tomado hasta ahora una fracción relativamente pequeña de la superficie de la Tierra, su ubicación espacial específica aun puede ejercer consecuencias ambientales y socioeconómicas significativas. Otra fuente de preocupación se refiere a cómo se desarrollará esta ocupación de la superficie terrestre de la Tierra, por pueblos y ciudades, en los próximos cuarenta años cuando la zona urbana se duplique. En función de sus futuros patrones espaciales de crecimiento, las localidades urbanas podrían expandirse fuertemente, tanto en dimensión como en la ocupación de áreas inadecuadas en los próximos años. No se puede exagerar sobre las consecuencias del uso de las mejores tierras para el crecimiento de las ciudades. Además, la apropiación utilitaria de la naturaleza en las zonas urbanas rara vez ha considerado el entorno físico, la topografía, la hidrología, la cubierta forestal u otras variables que influyen en el impacto de las áreas construidas sobre el medio ambiente (Costa y Monte-Mor, 2002).
Existen muchas estrategias que deben adaptarse con urgencia para mejorar la sostenibilidad de las zonas urbanas, tales como evitar la expansión urbana en las zonas costeras (debido a su importante papel en la reproducción y porque son ecológicamente frágiles) y en otras áreas ricas en biodiversidad; administrar las tierras agrícolas de primera calidad, aumentar el uso del transporte público, conservar los espacios abiertos y proteger los recursos sensibles de la Tierra.
Es cierto que la mayoría de los problemas ambientales críticos producidos por la civilización moderna se originan de los patrones de producción y consumo centralizados en las zonas urbanas. Pero la mayoría de los efectos ambientales negativos de la urbanización se derivan de otros factores, como los modelos de desarrollo, la concentración de la riqueza y los núcleos de pobreza, la ubicación geográfica, los patrones de uso de la tierra (la expansión urbana y las viviendas de baja densidad), la forma urbana (ejemplo, pavimentación excesiva y “desnaturalización”), la falta de gobernabilidad y una gestión urbana ineficaz, más que de la urbanización, el crecimiento urbano, la densidad o el tamaño per se: cualquier intento de dispersión de la población solo magnificaría los problemas existentes.4
Las consecuencias demográficas y ambientales están vinculadas a los procesos de desarrollo que ocurren dentro de contextos históricos particulares. El mundo ya está en el umbral de una amenaza climática importante. El principal problema que debe afrontarse es la adecuación del modelo de “desarrollo” que se está implementando alrededor del mundo, un modelo basado en una cultura de consumo.
George Martine es sociólogo y demógrafo de origen canadiense. Se dedica a los temas de población, desarrollo y medio ambiente. Es autor de un gran número de libros y artículos profesionales. Fue director del equipo técnico para América Latina y el Caribe del UNFPA, senior fellow en la Universidad de Harvard, director de una ONG brasileña, coordinador de proyectos de desarrollo social del PNUD, y presidente de la Asociación Brasileña de Estudios Poblacionales. Es el director técnico de la firma Dhemos Consulting.
Notas
El autor del artículo agradece a Gordon McGranahan, Cecilia Tacoli y José Miguel Guzmán por sus comentarios a una versión anterior de este documento.
1 Ver Jackson, 2009.
2 Este debate sobre consumo y consumismo se beneficia en gran medida del Worldwatch 2010, especialmente del capítulo 1 por Assadourian (2010), y de Jackson (2009). Sin embargo, existe una gran cantidad de literatura sobre este tema que se remonta a Thorstein Veblen en 1899, así como un creciente número de materiales que abundan sobre los puntos básicos destacados aquí.
3 Pero esto no debe interpretarse como que las áreas urbanas carecen de “medioambiente” o naturaleza. Las ciudades sostenibles están enriqueciendo exitosamente su diversidad biológica intra-ciudad y sus “medioambientes naturales”.
4 Para un pionero y amplio examen de las relaciones entre las urbanizaciones y los ecosistemas, cf., McGranahan et al, 2005. Quizás el punto más crítico en el que se hace hincapié es que cuando los sistemas urbanos son gestionados más equitativamente y la pérdida de los servicios del ecosistema son abordados con propósito, los beneficios al bienestar humanos pueden ser sustanciales.
Bibliografía
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